A mediados del siglo XIX, los monarcas estaban tan fascinados con los trenes como el hombre común. Sin embargo, cuando la realeza viajaba, lo hacia en vagones igual de cómodos que sus palacios.
Los fastuosos interiores reflejaban el gusto personal del real viajero: el rey Luis de Baviera creó una versión en movimiento de sus famosos castillos de ensueños y de continuo agregaba nuevos toques de lujo (hasta los asientos de los excusados tenían acojinamiento de plumas de cisne auténticas). Tan orgulloso estaba del tren que, según se dice, lo hacía circular vacío por el reino para que sus súbditos pudieran admirarlo. Y aún más ostentoso fue el que se mandó construir Said-Bajá, virrey turco de Egipto. El coche salón albergaba sus aposentos en un extremo y los de su harem en el otro; la locomotora estaba decorada en púrpura y plata con elaborados adornos en rojo y dorado.
En America, a fines del siglo XIX, poseer al menos un vagón suntuoso, con baños de mármol, plomería de oro, vajilla de plata, órganos, cuadros invaluables y murales hechos por encargo especial, se volvió un símbolo de posición social muy importante para los estadounidenses más ricos.
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